Tiene 14 años y ya ha denunciado a su expareja. La tenía controlada, sometida, pero ella no se atrevía a contrariarlo. El chico se oponía incluso a que fuera de excursión con el instituto. Un día la grabó con el móvil mientras tenían relaciones sexuales -«Yo no quería que lo grabara», subraya- y, a partir de ahí, comenzó a chantajearla con enseñárselo a todo el mundo. Un día la forzó a practicar sexo y también lo filmó. «Me encerró en la azotea», relata Pilar. Y aunque no sea este su verdadero nombre, todo lo demás es cierto.
Antes de que su pareja llegara a la agresión sexual y lo grabara, el móvil ya se había convertido en una cárcel para Pilar. Su exnovio la controlaba gracias a la tecnología. Y no es la única que sufría ni sufre algo semejante. Lo mismo ocurre con el 21,1 por ciento de las menores de 24 años, según la Macroencuesta española de violencia contra la mujer. Son niñas y jóvenes que han llegado a creerse aquello de que «los celos son un demostración de amor» mientras viven sometidas al control, primer escalón en el proceso de la violencia de género, por parte de sus parejas. El dato en sí mismo ya es alarmante, pero más todavía si se tiene en cuenta que entre las mujeres de mayor edad el porcentaje ronda el 10 por ciento.
Una respuesta muy frecuente ante este control es el silencio. María Jesús y María Ángeles, policías de la Delegación de Participación Ciudadana del distrito madrileño de Puente de Vallecas, detectan el rastro del maltrato con solo mirar a las jóvenes que acuden a las charlas que dan sobre violencia de género en los institutos. Las chicas apartan la mirada, lloran al identificarse con el relato de las agentes. Algunas adolescentes dejan caer que «un poquito de celos viene bien». María Jesús proyecta vídeos en el aula que ilustran cómo ese «poquito» puede convertirse en «mucho» en un santiamén.
Así ocurrió con Ana, una joven de 17 años cuyo novio insiste en que oculte sus ojos verdes tras unas lentillas de contacto castañas. Él dice que llaman demasiado la atención y ella ha optado por andar callada y con la cabeza gacha para evitar que, como de costumbre, la llame «puta» y le pegue. «Cada vez que voy con mis padres, he de hacerme una foto y mandársela para que sepa que es verdad. Porque si no... Una vez... -no es capaz de rematar la frase-. Es que son tantas veces las que dice: ¿dónde estás?, ¿dónde estás?. Y yo le respondo: En el mismo sitio, en el mismo sitio. Y tengo que enviarle 40 fotos con distintas poses para que no se crea que le estoy mandando la misma».
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