domingo, 7 de junio de 2020

El racismo de Minneapolis es de todos

El racismo es insepa­rable del estadounidense blanco, sobre ­todo si es anglosajón y protestante. Lo acompaña allá a donde va, incluso si no es un racista. Así de claro lo dijo Betsy Hodges hace cuatro años, cuando era alcaldesa de Minneapolis y colocó al racismo y la mala relación entre la policía y los negros como el principal problema que tenía su ciudad.
Varias décadas antes, el historiador Arthur Schlesinger reconocía que “nosotros, los americanos blancos, hemos sido racistas en nuestras leyes, en nuestras instituciones, en nuestras costumbres, en nuestros reflejos condicionados, en nuestras almas. La evolución del racismo ha sido el gran fracaso del experimento americano, la contradicción flagrante de los ideales americanos y la permanente minusvalía de la vida americana”. Minneapolis refleja mejor que muchas ciudades estadounidenses la contradicción entre el ideal democrático y la opresión silenciosa de los afroamericanos.
No importa que el alcalde de la ciudad y el gobernador del Estado sean progresistas. No importa que Minnesota tenga una congresista de origen somalí, negra y musulmana, en Washington, o que el Ayun­tamiento de Minneapolis tenga doce regidores demócratas y uno ecologista y que dos de ellos, además de ser negros, sean transexuales. Tampoco importa que el jefe de la policía sea negro porque la gran mayoría de los agentes son blancos y el cuerpo tiene una larga relación con el racismo y el uso desproporcionado de la fuerza. Los abusos quedan impunes. Los sindicatos policiales protegen a los agentes y ni los fiscales ni los jueces les llevan la contraria. Desde el 2012, la junta civil que supervisa al cuerpo ha recibido 2.600 quejas por mala conducta de los agentes. Sólo 12 se han tenido en cuenta y, hasta la detención y ex­pulsión de Derek Chauvin la semana pasada por la muerte de George Floyd cuando estaba bajo su cus­todia, el castigo más severo había ­sido la suspensión de empleo y sueldo de un agente durante 40 horas. Siendo alcaldesa de Minneapolis, Hodges intentó que los policías llevaran cámaras pero el sindicato policial impuso su negativa.
Minneapolis es una ciudad progresista, de 430.000 habitantes, con mucha inmigración etíope, somalí, camboyana, laosiana y mexicana. Es una ciudad rica con empresas muy potentes en sanidad, agricultura y finanzas. Esta riqueza, eminentemente blanca, impulsa la filantropía en el mundo del arte, la gastronomía elegante y una radio pública de primer nivel. Los blancos representan al 60% de la población y los negros al 20%. Pero aún así, los negros tienen más probabi­lidades de ser detenidos que los blancos. El 60% de las víctimas de los tiroteos policiales entre el 2009 y el 2019 han sido negros.
Minneapolis es, por tanto, una ciudad con dos caras. En una están la universidad, los parques, los lagos y los carriles bicis y en la otra, los barrios segregados y el cruce de la calle 38 con la avenida Chicago Sur, donde Floyd murió ahogado con la rodilla del agente Chauvin oprimiéndole la carótida.
El salario medio de un negro de Minnesota es un tercio que el de un blanco. Sus opciones de graduarse en la universidad o comprar una casa, mucho menores. Su probabi­lidad de morir de la Covid-19, tres veces más que la de un blanco, como en el resto de Estados Unidos.
La clase política estadounidense ha sido históricamente incapaz de garantizar la justicia social de los negros. Es más, muchas veces se ha apoyado en la extrema derecha racista para ganar elecciones. Lo hizo Kennedy porque en los años sesenta hasta los demócratas del Sur eran racistas, y lo ha hecho Trump porque es el último ariete de una clase enfrentada al progreso del mesti­zaje racial y cultural. Decenas de millones de estadounidenses toleran el racismo de su ideario político. Debería perder la reelección en ­noviembre pero tampoco debería haber ganado la presidencia en el 2016. Todo puede pasar, como que el pecado original de la república le sobreviva durante muchos años.
El racismo es el pecado original de EE.UU. El negro y el blanco, por mucho que pase el tiempo, per­manecen a la misma distancia del esclavo y del esclavista. Nadie, ni ­siquiera un presidente negro como Obama, ha reducido esta fractura.
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